domingo, 5 de septiembre de 2010

Pereza bloguera y otras lindezas

Me confieso perezoso. Llevo días pensando en reabrir el blog después del obligado periodo vacacional, saludable costumbre española que debería arraigar también en estos lares de acento hispano pero moralina del trabajo puritana, y me doy cuenta de que en realidad no he tenido ni un puñetero día de vacaciones en todo el verano. Pero eso no hace al caso de esta entrada donde, con dedos entumecidos por la falta de práctica, pretendo demostrarme a mí mismo que soy capaz de vencer esta tendencia innata mía a no hacer nada y que puedo cumplir el compromiso que yo mismo me impuse de mantener esta ventana de contacto abierta con el mundo. El bloguero se me antoja un ser narcisista que considera sus ocurrencias genialidades que merecen perpetuarse en el tiempo y difundirse por el ciberespacio como palabra divina que ha de inspirar a mujeres y hombres. También se me antoja un ser frustrado que no es capaz de hacerse oír ni por aquellos que tiene más a mano, por lo que le pide a extraños (quién sabe quién puede acabar leyendo las entradas) un poco de caridad auditiva (o lectora). Pero sobre todo se me hace un ser necesitado de escribir sus pensamientos para saber de verdad qué demonios piensa, tarea por otra parte nada fácil porque nos obliga a realizar un esfuerzo relfexivo que contradice, en mi caso al menos, esa tendencia a no hincarla que me caracteriza. Dicho de otro modo, me he pasado el verano sin ejercitar la neurona.
Pero el verano no ha transcurrido en balde. Son muchos los sucesos que han acontecido a este lado de la frontera con México y a ellos me iré refiriendo en los próximos días: la detención de "la Barbie", un hombreton hecho y derecho que a pesar de su nombre es (o era al menos) uno de los más temibles señores de la guerra del narco; o los setenta y tantos muertos al otro lado de la frontera, migrantes todos de Centroamérica o aún  más lejos, que buscaban traspasar la línea del paraíso y se encontraron sin embargo con todo un ejército (y no de narcos precisamente) que sin reparo alguno se encargo de facilitarles la felicidad eterna. En fin, cosas de la frontera. Tengo que contarte también, lector amigo que ya te habrás olvidado de este blog, del curso sobre literatura y medio ambiente que estoy este semestre impartiendo. Y de la casa nueva desde donde escribo estas líneas frente a una piscina que, aunque de dimensiones modestas, me hace sentirme como en una playa caribeña.
Todo ello vendrá a este blog si la divina pereza, esa diosa que idolatro, tiene a bien dejarme unos ratos de actividad neurológica. Que así sea.

martes, 3 de agosto de 2010

CERRADO POR VACACIONES HASTA EL 1 DE SEPTIEMBRE

debería haber colgado antes este cartel, pero bueno. A la vuelta de las vacaciones (que para mí no lo son) nos vemos.

domingo, 13 de junio de 2010

Primer capítulo de una posible novela por entregas

Lectores amigos, os incluyo aquí el primer capítulo de una novela que lleva en ciernes desde hace varios (bastantes) años, pero que decidí arrinconar al ver que un escritor publicaba otra novela con escenario similar, aunque de trama nada relacionada, que para más inri lleva el título de El manuscrito de piedra. Lo escribí postrado en cama con una puñetera hernia discal que me produjo padecimientos sin fin, como mis más allegados conocen bien. Si os parece que la cosa merece la pena de proseguir, pues a lo mejor con la ayuda de las musas me pongo a ello.


LAS PIEDRAS DEL SILENCIO


Manuel Broncano



PRIMERA PARTE



Salamanca, 1484





CAPÍTULO 1


La primera vez que cruzó el umbral de los hermanos Centenera, el bachiller Pedro de Villamayor penetró en un universo mágico y misterioso al que habría de regresar  después muchas veces, como atraído por un poderoso imán. La tienda de los Centenera era frecuentada sobre todo por estudiantes, pues allí encontraban, a fuerza de rebuscar, los textos más variopintos para sus estudios de teología y retórica. Y el bachiller se convirtió por un tiempo en el más asiduo de todos ellos. Quizá fuese la curiosidad de revolver entre los vetustos volúmenes y los polvorientos legajos que se apilaban sin orden ni concierto por toda la tienda, como montañas en cuyas entrañas se ocultaban tesoros de sabiduría olvidada. O quizá fuese la charla siempre entretenida que proporcionaban los Centenera en las perezosas mañanas que invitaban a Pedro de Villamayor a saltarse las aulas, que no eran pocas. Los malpensados dirían que la hija de Isaac y sobrina de Moisés, pues así se llamaban los dos libreros, una hermosa semita de ojos negros y mirada cautivadora, tenía mucho que ver con las frecuentes visitas del bachiller. Rebeca solía ayudar a los ancianos mercaderes a poner un poco de orden en la variopinta mercancía, donde los libros y los manuscritos no eran ni mucho menos lo único que se ofrecía a la venta. Había en la penumbra de aquella lonja los objetos más dispares, desde impensables instrumentos de alquimia hasta animales disecados de las más exóticas procedencias. Había también una extensa colección de cartas de navegación y mapas. Y al bachiller le gustaba husmear entre ellos tanto como entre los propios libros. Los mapas describían tierras remotas que el joven estudiante trataba de imaginar perdido como en un ensueño. En las cartas, se trazaban rutas interminables que bordeaban el mundo conocido, por el África negra y la península arábiga hasta las lejanas Indias del Oriente y el fabuloso reino del gran Khan, límite más lejano y borroso de la tierra firme, según describía Marco Polo en su libro de viajes, que el bachiller conocía casi de memoria. El Occidente estaba ocupado por un inmenso océano, un vacío sin fin que el estudiante imaginaba poblado de islas que él mismo descubriría para el mundo.  Había también mapas cosmológicos que señalaban la posición de los astros en el firmamento, y más de una noche, en la breve primavera o el ardiente estío de Salamanca, el bachiller contemplaba las estrellas tumbado en la hierba junto al azud del molino, tratando de dibujar en su cabeza un mapa imaginario que las contuviera a todas ellas. Las aguas del Tormes, ya menguadas por la sequía, se remansaban plácidamente en aquel recodo—donde muchos encuentros amorosos y algunas traiciones sangrientas habían tenido su escenario—y el bachiller gustaba del frescor de aquella umbría para entregarse a sus ensoñaciones.
            Las únicas lecciones que el bachiller Pedro de Villamayor nunca perdía eran las del doctor Modesto Ferrer, padre dominico cuyas clases de filosofía abarrotaban el aula, a pesar del horario temprano que en otro caso habría disuadido a los más pertinaces trasnochadores, algunos incluso llegados después de una noche de correrías. Dos veces por semana el doctor Ferrer hablaba de los filósofos clásicos, pero las más de las veces derivaba a los tiempos modernos y platicaba sobre los descubrimientos geográficos de portugueses y genoveses, describiendo un mundo que emergía gradualmente de las sombras gracias a los avances en las ciencias de la navegación y la cosmografía. Era el padre Ferrer un profesor interesado por los tiempos contemporáneos, más que por un pasado glorioso de griegos y latinos, que era el objeto de estudio de las mayoría de sus colegas de claustro. Por eso interesaba al alumnado. Sus clases terminaban siempre convertidas en debates sobre los asuntos más candentes del momento. Las opiniones del padre Ferrer rayaban en lo heterodoxo y las autoridades eclesiásticas mantenían sus actividades bajo permanente sospecha. Pero todos respetaban la enjundia intelectual del dominico. El bachiller estableció pronto una estrecha amistad con Ferrer y solía quedarse tras la clase para conversar con el maestro. A menudo le acompañaba de regreso al convento de San Esteban, cuando todavía la ciudad se estaba desperezando y algunos estudiantes rezagados trataban de llegar a la segunda clase. En las mañanas de mayo, el claustro de los Dominicos les proporcionaba a bachiller y maestro un excelente lugar donde continuar la discusión dejada en suspenso al acabar la clase. Entre el vuelo juguetón de los vencejos y el arrullo de algunas palomas que se arremolinaban en torno a ellos con la esperanza de recibir alguna dádiva en forma de mendrugo o granos de avena, lo que ocurría a veces, el doctor Ferrer se atrevía a expresar opiniones que en el aula podrían haberle puesto en serios aprietos con los censores eclesiásticos. Los temas más recurrentes en tales conversaciones eran la geografía y la cosmografía, ciencias ambas en las que el dominico era una autoridad reputada. Se empeñaba Ferrer, por ejemplo, en atacar a los astrólogos que utilizaban las estrellas para engañar con insostenibles predicciones a nobles y gobernantes ávidos de conocer los secretos del futuro. Atacaba también sin miramiento el sistema tolemaico que regía el pensamiento cosmográfico desde hacía siglos. Usaba en sus explicaciones una esfera armilar, artefacto que el bachiller nunca había visto, aunque después habría de ver muchas veces uno similar en la librería, entre otros arcanos instrumentos de observación y medición celeste. Y fue esa la razón que le llevó al bachiller Pedro una tarde a la calle Libreros, donde los Centenera tenían su establecimiento. Iba, por recomendación de Ferrer, en busca del Almagesto, el libro en que el egipcio Tolomeo dio, desde la Alejandría del siglo II de nuestra era, una explicación matemática del universo aceptada como inamovible durante siglos.
            -Si quieres cuestionar una teoría, debes primero conocerla en profundidad, aunque tu intuición te diga de antemano que es errónea –le había aconsejado el dominico, cuyas palabras nunca caían en saco roto con el bachiller-. Cuando se contempla la inmensidad del firmamento, a duras penas puede uno creer que todo gira en torno a la tierra.
            -Desafiar en público tal creencia bien podría llevaros a la hoguera, padre Ferrer –respondió con cierta ironía el bachiller-. Hay muchos ojos y muchos oídos dispuestos a ganarse el favor de los censores y ningún modo mejor que denunciar a un religioso por hereje.
            El silencio fue toda la respuesta del dominico.
            La librería estaba muy concurrida esa tarde, pues era el mes de octubre y comenzaba un nuevo curso, por lo que los estudiantes adquirían apresurados los textos y manuales que iban a usarse en las aulas, la Política de Aristóteles, o quizá El ser y la esencia de Santo Tomas,  además de tratados de oratoria y gramática. El que buscaba no era un libro habitual y, por mucho que revolvió el bachiller, no lograba encontrarlo. Aunque la imprenta era todavía un invento joven, toda Europa se ha había ya inundado de obras impresas y por primera vez el conocimiento trascendía los muros de los monasterios donde se había escondido durante muchos siglos. No sólo podían adquirirse las obras clásicas, sino también las de los nuevos teólogos y pensadores que estaban avivando nuevos vientos en la anquilosada Europa. Mientras rebuscaba el volumen, no dejaba el bachiller Pedro de pensar en lo afortunado que era de haber nacido en tan prodigiosa época, que parecía despertar entre bostezos de un largo sueño secular para descubrir con el asombro de un niño un mundo maravilloso y bello. Desde hacía algunos años Salamanca contaba ya con imprenta y de ella habían salido obras célebres, como la Gramática de la lengua castellana, de Elio Antonio de Nebrija. La tienda fue poco a poco vaciándose de compradores y curiosos, hasta que al fin el bachiller se encontró a solas con los dos hermanos. Por el angosto ventanuco del establecimiento penetraba la luz rosada del atardecer salmantino.
            -Busco un libro que no encuentro.
            -Son muchos más los libros que no tenemos que los que tenemos en este humilde negocio –dijo Isaac Centenera, inclinado sobre un ancho volumen cuya cubierta trataba de remendar-. Pero, decidnos, ¿qué título buscáis?
            -El doctor Modesto Ferrer me urgió esta mañana a leer el Almagesto de Tolomeo, una obra que no goza del favor de mi maestro, aunque respeta su rigor argumental. Dice que sólo podemos demostrar errónea una teoría si la conocemos bien.
            Al escuchar esas palabras, Moisés Centenera abandonó lo que estaba haciendo y se acercó al mostrador, como sorprendido por el título que acababa de oír, y quizá por el nombre del doctor dominico.
            -Es un libro muy raro el que buscáis y no lo vais a encontrar a la venta aquí, y dudo que en ninguna otra librería de Salamanca –dijo el librero con tono de saber bien lo que decía-. Yo poseo un ejemplar en griego, una edición impresa en Rótterdam que adquirí en un viaje por Europa… ¿Pero no leéis griego, supongo? –preguntó al fin, como seguro de la respuesta que iba a oír.
            -Tengo modestos conocimientos y he leído textos de Aristóteles y Platón en su lengua. Soy bachiller por Salamanca y el griego es una disciplina de obligado estudio –respondió con evidente orgullo Pedro de Villamayor.
            -Se trata de un volumen de mi biblioteca personal y no puedo vendéroslo, pero sí os lo puedo arrendar durante una semana si prometéis devolverlo en plazo y hora en el mismo estado en que os lo entrego –le ofreció Moisés, quizá sorprendido por el entusiasmo y la preparación de aquel estudiante que nunca antes había visto.
            Al joven bachiller se le iluminó el rostro al oír la oferta y se deshizo en encomiosas expresiones de agradecimiento. Acordado el precio, extendieron un recibí:

Yo, Pedro de Villamayor, Bachiller, Hijo de Lorenzo, Cantero Mayor de la santa Catedral, recibí en préstamo de Moisés Centenera, Librero, el volumen del Almagesto de Tolomeo, y prometo por mi honra y honor devolverlo en plazo y hora en el estado en que hoy se me entrega.
Dado en Salamanca, a veinticinco de octubre de mil cuatrocientos ochenta y cuatro

            Moisés Centenera tomó el recibo y leyó despacio el nombre del joven y el de su padre. Al ver que se trataba del hijo del cantero mayor de la catedral, el librero le miró con ojos interesados.
            -Conozco a vuestro padre, Lorenzo de Villamayor. Más de una vez ha visitado nuestro humilde establecimiento y ha adquirido algunos volúmenes de arquitectura y pintura. A pesar de sus orígenes, es un hombre culto y prudente.
            -Mi padre es un artesano que gusta de aprender sobre su oficio –respondió Villamayor, halagado por aquel comentario sobre Lorenzo de Villamayor-. En nuestra aldea tiene una extensa colección de obras que ha ido comprando a libreros ambulantes. Algunas son muy raras y no ha querido traerlas a la ciudad.
            -Ah, veo que os habéis mudado a Salamanca. Cuando vuestro padre venía a la ciudad a hacer algún trabajo o al mercado, solía visitarnos, aunque desde hace algún tiempo no le vemos por aquí. Decidle que los hermanos Centenera, libreros, esperan que los vuelva a honrar con su visita. Hemos recibido de Florencia unos volúmenes sobre el nuevo arte que allí hacen y a buen seguro serán del interés de vuestro padre.
            -Sí, hará cosa de un mes el  cabildo mandó llamar a mi padre.  Quieren que participe en el proyecto de la nueva catedral. Nos hemos trasladado toda la familia, así que ya no tengo que desplazarme a mi aldea todos los días al acabar las clases. Mi padre trabaja por el momento en la restauración de algunos templos –fue la prolija explicación que dio el bachiller, contento de poder intimar con el librero.

            Pedro de Villamayor salió de la librería cuando ya la noche casi se había apoderado de Salamanca y llevaba una extraña sensación consigo, no por temor a encuentros peligrosos en la oscuridad, pues él era ave nocturna, sino por algo indefinido que le había dejado aquella tienda como un perfume del que no se podía desprender. Le había sorprendido la disposición del librero a prestar un libro de su propia biblioteca, encuadernado en costosa piel y primorosamente impreso, con ilustraciones llenas de círculos y cifras algebraicas que trazaban un entramado cabalístico más allá de la comprensión del bachiller. Quizá fuera tan sólo el precio del alquiler, pues al fin y al cabo aquello era un negocio, pero no era una cantidad tentadora como para arriesgar aquel volumen que su dueño parecía tener en muy alta estima, a juzgar por el mimo con que se lo entregó al joven, a quien no conocía absolutamente de nada. La única credencial del bachiller había sido la mención del doctor Modesto Ferrer y bien es cierto que el gesto de aquel anciano librero pareció cambiar al escuchar el nombre de su maestro. La ciudad ya se había sumido en la negrura y un viento frío recorrió la calle de Libreros, en algunos tramos iluminada por el resplandor sin vida de ventanas tras las que se adivinaban candelas de sebo cuyo reflejo trazaba sinuosas sombras sobre el empedrado de la calle. Algunos rezagados iban con paso ágil y asustado de regreso a casa. El bachiller se embozó en la capa, se caló el sombrero y con el libro bajo el brazo se dirigió a una pequeña taberna de la Rúa donde los parroquianos solían ser estudiantes de poca fortuna que a duras penas reunían suficiente para compartir una jarra de vino peleón, que en seguida les encendía el rostro y les volvía locuaces y bromistas. El local estaba casi vacío a aquella hora, pues los maridos ya habían vuelto a sus hogares después de apurar el último vaso y los estudiantes cenaban en sus fondas antes de aventurarse en la noche salmantina. El dueño charlaba con un solitario cliente que sostenía el vaso con la parsimonia y el saber hacer del bebedor contumaz y apuraba a pequeños sorbos el contenido. Villamayor se acercó a la barra y con un gesto pidió lo de siempre. El dueño le sirvió y regresó junto al bebedor solitario y reanudaron la charla. Como buen tabernero salmantino, aquel comerciante de vinos conocía los secretos mejor guardados de la ciudad, donde la universidad lo dominaba todo. Los asuntos del claustro trascendían de inmediato los muros universitarios y se convertían en pasto del cotilleo entre las patronas que hospedaban a los estudiantes y de ahí llegaban al mercado, donde hasta la última verdulera opinaba sobre la siguiente elección a rector. Pero el tabernero escuchaba confidencias hechas al calor de unas rondas de aguardiente que muy pocos mortales sabían y por las que muchos habrían pagado un buen precio. Y de hecho pagaban. Siempre que se aproximaba el once de noviembre, fecha señalada en el calendario académico para la elección a rector, la taberna se llenaba de docentes que conjuraban sus fuerzas para encumbrar a un candidato proclive a sus intereses. Eran, sin embargo, los estudiantes los más activos promotores de tal o cual de los que se postulaban al cargo. Ser rector de Salamanca era cosa de ellos sobre todo, pues cada año un estudiante ostentaba el mando de la universidad, que era como decir el gobierno de la ciudad. Y aunque no participaban directamente en la elección, pues era cosa del rector saliente y sus consejeros nombrar a su sucesor, estudiantes y docentes tenían mucho peso en la decisión final.
            Terminaba de apurar su vaso Villamayor con intención de regresar a casa cuando un desconocido entró en la taberna y su fue directo a él. Al acercarse más pareció no obstante titubear, como si no reconociera la cara del bachiller. Le miró unos instantes con ojos fríos y rasgados como los de un zorro y, seguro ahora de su error,  se situó a escasos metros en la barra. Desde allí se intercambió una mirada con el tabernero y éste se acercó con una jarra ya en la mano. Los dos se pusieron a hablar en tono confidencial, pero la taberna casi vacía servía con sus sólidos muros abovedados de caja de resonancia que hacía audible cualquier murmullo. Aunque el bachiller hojeaba las ilustraciones del Almagesto, sus oídos estaban puestos en aquella conversación:
            -¿Os ha visitado hoy don Juan de Benavente? Estoy citado con él, pero me ha retrasado un altercado en el puente, al parecer un mendigo atropellado por un carro. Vengo de Tejares, de cumplir un encargo suyo –fueron las palabras del recién llegado, que parecían buscar la aprobación del tabernero.
            -Don Juan no ha venido aún, pero si el infante de Benavente ha citado a vuestra merced, tened por seguro que acudirá. Tomad asiento y os serviré algo de cena mientras esperáis.
            El desconocido volvió a lanzar una mirada penetrante al bachiller mientras se despojaba de la capa. Tenía la cara picada de viruelas y una cicatriz le cruzaba el labio superior, como si fuera una liebre. Su edad resultaba indefinida, como la de una máscara de cera. Se sentó junto a una mesa en un rincón donde la luz apenas llegaba y desde allí se puso a vigilar la puerta. Al ver que no llegaba ninguno de sus conocidos, Pedro de Villamayor dejó una moneda en la barra y se despidió del tabernero con otro gesto, como si en aquel lugar reinara un código no hablado que sólo los iniciados conocían. La noche y el viento le envolvieron al salir y el frío se le colaba por los resquicios de la capa. La luna iluminaba las calles con un fulgor plateado y frío y Salamanca parecía como presa de un encantamiento. Aún le costaba encontrar el camino a su nueva casa y bajo aquella luz fantasmagórica apenas reconocía las callejuelas desiertas. Se cruzó con tres jinetes que parecían dirigirse a la taberna de la que él venía, y pensó que bien podría tratarse de aquel Juan de Benavente que mencionó el desconocido. Su nombre le resultaba familiar al bachiller, pues era uno de los que más sonaban como nuevo rector. El eco de los cascos se perdió entre las revueltas de las callejuelas y el bachiller se vio envuelto de nuevo en sombras calladas y frías como la luna a lo lejos. Al cabo encontró el caserón que su padre había arrendado al cabildo catedralicio para estar cerca de las obras del nuevo templo. El golpe seco de la aldaba convocó a un criado somnoliento que le franqueó la entrada y cerró luego con otro golpe seco el portón tras él. Guiado por una vela mortecina se dirigió el bachiller a su cuarto.

Blancanieves y el recuerdo

Hace muchos días te contaba algunos de mis recuerdos de la tierna infancia que, bien pensado, llamamos tierna porque nuestros cuerpos no están en esos años todavía endurecidos por el tiempo y las cicatrices, físicas y anímicas, que conlleva la vida, porque por lo demás de tierna tiene la infancia poco. Te hablaba en aquella entrada de un personaje que siempre he recordado con entrañable afecto, ese Blancanieves carbonero que marcaba el ritmo de mis días de niño con su regular tránsito, carretillo en mano, arriba y abajo de la calle donde transcurría mayormente mi existencia. En mi última entrada te hablé también de la reunión familiar que pudimos celebrar con motivo de mi visita a Salamanca, punto de referencia de todos nosotros. El caso es que, preguntando a mis hermanas, ninguna de las dos tenían el más mínimo recuerdo de mi Blancanieves, y eso que ellas mismas así lo habían bautizado en honor a su permanente tizna. Fue grande mi sorpresa, pues me parece imposible no recordar tan peculiar persona, sobre todo su sonrisa permamente y su gesto que revelaba ser incapaz de hacer daño ni al mismo carbón que trasladaba en su añosa carretilla.

Por supuesto, lo que conservamos en nuestra imperfecta memoria es siempre algo individual e intransferible, sobre lo que psicólogos y psicoanalistas has escrito abundantemente. La naturaleza del recuerdo es, no lo ignoro, caprichosa y selectiva. Cada cual guardamos lo que nuestro cerebro tiene a bien seleccionar para el archivo que constituye la memoria, disco duro al fin y al cabo donde sólo caben cierto número de bites y donde existe una pugna constante por sobreerscribir unos recuerdos en otros, pues la mente no es sino un palimpsesto  como el de los antiguos escribas, obligados a escribir sobre lo que otros habían escrito pues el material, ya fuera papiro o vellocino o cualquier otro vehículo de conservación de la memoria, era siempre escaso. ¡Como han cambiado los tiempos, me digo, pues en un simple blog albergado en las entrañas de vaya usted a saber que servidor, puede uno regurgitar sus caprichos filosóficos sin más límite que el que uno mismo se impone!

El caso, y a esto viene esta entrada, es que yo ya no sé si Blancanieves es producto de mi imaginación, o si de verdad aquel personaje ocupó un espacio en mi infancia. Pero sea como fuere, Blancanieves pervive en mi recuerdo con la intensidad de un ser cercano y bondadoso, aunque no recuerdo haber intercambiado con él palabra alguna, más allá de una sonrisa u otro gesto de reconocimiento mutuo.

Y es que la memoria, ahora estoy seguro, es el espacio fértil de donde nace toda ficción, pues es el pasado el que informa nuestra comprensión de, y nuestra actitud hacia, el presente que de inmediato se torna dominio de la memoria.

Quizá, al fin y al cabo, no sea como dijo Descartes, "pienso luego existo", tanto como "recuerdo luego soy, o al menos he sido". Todo eso, claro, si no somos producto de un Borges que nos ha soñado ha todos.

Pero a Blancanieves, seguro estoy, nunca lo soñó Borges. Y a eso me aferro.

Hasta luego.

viernes, 11 de junio de 2010

De vuelta al exilio


Dos miembros de la organización Humane Borders rellenan los bidones-
CRISTÓBAL MANUEL, para El País

Sergio Adrián Hernández, el menor fallecido tras un disparo de un guardia estadounidense
de la frontera de El Paso (Tejas).- AP para El País



Vuelvo a mis tierras de frontera donde transcurre mi exilio voluntario tras un periplo por tierras españolas y, superado el dichoso jet-lag y los inconvenientes (bastante escatológicos) que suele acarrear, me reencuentro con este mi blog que he tenido silenciado muchos días, hasta el punto que los lectores (pocos pero fieles) seguro habréis pensado que he tirado la toalla, lo que espero no hacer porque estas reflexiones esporádicas me sirven para ordenar mi cabeza y así saber lo que de verdad pienso, cosa que no siempre me resulta fácil con el batiburrillo mental que es típico en mí. Además, desde que me he enterado, vía El País Dominical, que Maruja Torres se ha lanzado también al ruedo bloguero, pues como que uno se siente importante en este juego de confesiones y confidencias que el que quiere lée y el que no, pues deja, como las lentejas de mi madre. En fin, el caso es que estoy aquí de vuelta en mi casa de Laredo después de haber visitado mi casa de León (¿es posible tener dos hogares al mismo tiempo?) y de una breve estancia en Barcelona y otra en Alcalá, todo ello en el tiempo récord de dos semanas en las que tuve también ocasión de reunirme con mi familia al completo en una entrañable jornada de domingo. Los cinco hermanos y hermanas, por primera vez en muchos años, pudimos celebrar junto a mi madre un reencuentro que pervivirá para siempre en mi memoria. Estaban también nuestras esposas y maridos, además de nuestros hijos y casi todos nuestros sobrinos, y también Marita, que representó a nuestra familia sevillana como si estuvieran todos ellos también con nosotros. Fue un día soleado como los que Salamanca a veces te regala y las ensaladas y las carnes a la brasa fueron contrapunto delicioso a una fiesta donde las palabras no fueron necesarias para corroborar nuestros sentimientos. Y es que no hay exilio que borre lo que uno siente por los suyos, por mucha que sea la distancia y mucho el tiempo transcurrido entre encuentro y encuentro.

Me he permitido colgar en esta entrada dos fotografías tomadas de las ediciones digitales de El País de los últimos días. Espero que el periódico no emprenda acciones legales contra mí por ello, pues lo hago sin fin crematístico y con ánimo de ahondar en una línea informativa que pocos periódicos, de aquí y de allí, abordan con seriedad. El caso es que las dos fotos representan la dualidad maniquea de este país al que, no lo dude nadie, he aprendido a amar, razón por la que ahora resido en él. Es una dualidad que se remonta a los momentos fundacionales de las colonias que llegarían con el tiempo a constituir los Estados Unidos de América. Los primero colonos de lo que hoy es Nueva Inglaterra fueron un grupo de disidentes religiosos que buscaban en el Nuevo Mundo una nueva Tierra Prometida donde llevar a cabo su sueño de crear una perfecta utopía donde la biblia sirviera de inspiración para todos los asuntos de la vida, desde la organización del sistema político y social hasta las normas de conducta y pensamiento. Era un proyecto fundamentalista e intolerante donde el otro, es decir, el indio (pero también el heterodoxo, el negligente, el que era capaz de criticar lo irracional de ciertas prácticas, y un largo etcétera) no tenía cabida. Son conocidos como los Puritanos, y su proyecto fue desde el principio crear una ciudad de la luz en medio de las tinieblas que representaba el bosque y sus diabólicos habitantes (de nuevo, los indios). Se consideraban a sí mismos el nuevo pueblo de Israel, el pueblo elegido, y Dios les había reservado América como su nuevo Canán. No pretendo ni mucho menos impartir aquí una lección de historia, pero a veces (si no siempre) recordar el pasado ayuda a entender el presente. El caso es que esa filigrana teológica permitió a los colonos puritanos, no sólo apropiarse de las tierras, sino expulsar de ellas a sus ocupantes originales, a menudo aniquilándolos como a demonios puestos allí por el diablo para estorbar su magna empresa. La cosa es demasiado conocida y no creo necesario repetirla.

Pero lo que a veces se ignora es que, junto a esa vena ultraortodoxa, intolerante y racista, surgió en paralelo otra que se negaba a aceptar postulados tan intransigentes y buscó otras vías de colonización que trataban de armonizar la presencia de los europeos con los que llevaban habitando esas tierras desde tiempos inmemoriales, Así, Roger Williams, defensor de la tolerancia religiosa,  rompió con la teocracia imperante y buscó refugio en lo que después fundaría como el estado de Rhode Island, donde promovería la estricta separación entre iglesia y estado y reivindicaría un trato justo con los indios Narragansett, que se convertirían en aliados incondicionales suyos en las posteriores guerras con los indios provocadas por los puritanos, Pero Williams es recordado sobre todo por  lo que probablemente sea el más valioso, y casi único, documento que rescata la lengua y la cultura de los indios de Nueva Inglaterra, el volumen titulado A Key into the Language of America, un esfuerzo que recuerda al de Bernardino de Sahagún con los aztecas por conservar una lengua y una cultura abocadas a la aniquilación irremediable. Podría hablaros aquí también de Thomas Morton, que fundó un asentamiento justo a las afueras de Boston donde celebraba grandes fiestas con los indios que escandalizaban terriblemente a los puritanos, pero de ello trataré otro día.

Y bien, sé que te estás preguntado, querido lector, qué demonios tiene todo esto que ver con las fotografías que he incluido en la cabezera de esta entrada. Lo explicaré brevemente. En la primera vemos a dos miembros de la ONG Humane Borders (fonteras humanas o humanitarias, podría traducirse), afanados en rellenar bidones de agua que se encuentran diseminados, gracias a sus esfuerzos, por todo el desierto de Sonora, uno de los más terribles del  mundo y que cruzan a diario decenas si  o cientos de inmigrantes ilegales en busca del sueño imposible de Norteamérica (si no la has visto, te recomiendo encarecidamente que busques y veas la película El Norte). Son los herederos de Roger Williams y de un sinfín de estadounidenses que nunca se han creído la patraña de la tierra prometida para el pueblo elegido. Por desgracia, los bidones de la esperanza aparecen a menudo cosidos a balazos o destrozados de cualquier otra forma. Son esos segundos, erigidos en voluntarios de la seguridad de las fronteras,  los descendientes de aquellos puritanos para quien el jardín edénico es sólo cosa suya.

Y ahí entra en juego la segunda foto. Es la de un joven de catorce años al que un día se le ocurrió jugar a la orilla del río Grande, e incluso lanzar unas piedras a los guardas fronterizos del otro lado, como los muchachos de Palestina hacen a menudo contra los tanques israelitas. Juego de adolescentes que terminó con un balazo en el cuerpo de Sergio. Truncada su vida, apagados sus sueños, eliminada su amenaza de algún día ser un espalda mojada que se atreva a cruzar las aguas de ese río que se atraviesa andando. Esos son también los descendientes de aquellos fundadores para quienes indios y bestias eran las mismas alimañas del demonio. Ciudad Juarez, desierto de Sonora, infierno del narcotráfico, esperanza vana de cruzar un hilo de agua que separa la abundancia de la extrema pobreza.

Hoy, asomado a las aguas de ese río que de Grande tiene poco, he sentido pasar como reguero de ignonimia la sangre de Sergio en su lento avanzar hacia el océano que quizá le procure la libertad que esta tierra de frontera le ha negado, por un par de piedras arrojadas sin maldad (o con maldad incluso, porque razones hay), para siempre.

Y eso si el petroleo de BP no se ensaña también con la desembocadura del río para atrapar el alma de Sergio y de todos los Sergios que fluyen en sus aguas.

martes, 18 de mayo de 2010

Cenizas y cenizos

Te contaba el otro día, lector amigo, que me dispongo a viajar a España el sábado próximo. Va a ser una experiencia curiosa: exiliarme de mi exilio para regresar al lugar del que voluntariamente me he exiliado. ¿Cesaré con ello de ser exiliado? Pero, sí así es, ¿qué ocurre con el lugar y la casa que ahora habito, que constituye por elección mi hogar? ¿Se puede ser exiliado en la tierra que se supone es tu patria? ¿Es que acaso el exilio es una condición del alma, más que un estado físico o un estado civil, como el de soltero, casado o divorciado? Es realmente un conflicto filosófico de cierta enjudia. Aunque, bien pensado, no se necesita ser Descartes para alcanzar una respuesta cartesiana: el verdadero exilio es aquel que te permite dejar de pagar impuestos, así que la patria no es el lugar donde nacemos y crecemos, o donde transcurre toda o parte de nuestra vida, sino el sitio donde uno declara y cumple religiosamente con hacienda. Y hacienda, bajo diversos nombres y diferentes guisas, existe en todas partes (claro, para unos mucho más que para otros, y yo me incluyo entre los primeros). Así que, bien pensado, yo nunca he sido ni seré un verdadero exiliado.

Pero no quiere abrumarte, querido lector, con disquisiciones propias de un filósofo macarrónico. Todo esto viene por el viaje que voy a emprender con mis hijos en breves fechas y que me ha llevado a pensar en el dichoso volcán islandés que, con su caprichosa aerofagía, trae de cabeza a toda Europa. Ya no se trata sólo de que los dioses tengan a bien propiciarte buenas condiciones atmosféricas que permitan a las aeronaves despegar y aterrizar con cierta puntualidad (ya me he visto tirado, como todos, en más de un aeropuerto por una tormenta repentina que nos ha impedido despegar); ni de que los sindicatos aéreos tengan a bien hacer una pausa en sus huelgas para que puedas llegar a tu destino; ni de que a las autoridades aduaneras no se les antoje hacerte registros sorpresa que te hagan perder el avión (como a veces ocurre). No, es que para volar ahora tenemos que engatusar al bendito volcán para que reprima durante unas horas sus ventosidades a fin de que nuestro vuelo pueda cruzar el espacio aéreo sin que los motores se le llenen de hollín. Se me ocurría el otro día una solución ingeniosa y barata para atajar los caprichos del volcán: recordarás que la petrolera BP, que va a pasar a la historia como la empresa que se cargó un mar (el Caribe) entero, decidió colocar sobre la boca del infausto pozo una campana de hormigón para atajar su incontinencia. La cosa no funcionó porque a esa profundidad se congelaba no sé qué tubería y no se podía bombear el petróleo. Pues bien, yo propongo colocar la susodicha campana en la boca del volcán islandés, porque allí seguro que nada se le congela y puede acabar con las incontinencias del susodicho. Y a ser posible, que lo hagan antes del sábado. Toda a cuenta, por supuesto, de la petrolera BP.

El caso es que, entretenido en tales especulaciones, me vinieron al recuerdo algunas anécdotas y algunos malos tragos que me han tocado vivir y pasar en mi experiencia viajera. Todo empezó un 11 de septiembre de 2001, cuando mi esposa y yo volabamos a la ciudad de Washington con una compañía alemana y, un par de horas antes de aterrizar, escuchamos al piloto pronunciar un mensaje en alemán del que no entendimos, por supuesto, ni papa, pero pudimos ver cómo a los pasajeros alemanes se les mudaba el semblante y un silencio sepulcral se apoderaba de la nave. Enseguida, el piloto tuvo la deferencia de repetirlo en inglés, y entonces ahí se nos mudó al semblante a nosotros y a otros varios que del primero no se habían enterado de nada. El caso es que, ni corto ni perezoso, el piloto hizo un giro de noventa grados y se adentró en el océano (sobrevolábamos ya tierras de Canadá). Y una vez en alta mar, de las dos alas empezó a surgir en aspersión un chorro de combustible que parecía que nunca se iba a detener. Y al cabo de un tiempo que se nos antojó interminable, el piloto anunció que se disponía a aterrizar en Gander, Terranova, un lugar muy alejado de nuestro destino original. Y en Gander mi esposa y yo nos pasamos varios días como refugiados de guerra, viviendo peripecias que no corresponde aquí contar (Cristina ya lo ha hecho por escrito, y además en italiano), hasta que al fin pudimos regresar a Europa, sin haber llegado a pisar suelo de Estados Unidos.

Cuatro años después, decidimos pasar un año sabático en la ciudad de Oxford, Mississippi, donde en otro tiempo vivió el inigualable escritor William Faulkner. Y a Oxford llegamos un domingo de agosto, agotados tras un viaje eterno en varios aviones y con un niño y una niña de pocos años. Y nuestra primera decisión fue llegarnos a un restaurante para cenar algo y tomarnos unas cervezas bien frías para desquitarnos de la sed insaciable del viaje. Pero hete ahí que, al ser domingo, los restaurantes de Oxford no podían servir bebidas alcohólicas. En fin, cosas del Sur profundo que no hacen ahora al caso. Nuestro primer plan turístico fue viajar a Nueva Orleans, apenas a unas horas de distancia. Y a ello nos disponíamos, tras algunas semanas ajetreadas para poner casa y buscar escuela para los niños. Pero claro, a Katrina se le ocurrió soplar con ese aliento mortífero y pasó lo que pasó, no hace falta volverlo aquí a contar. Y nosotros en Oxford sentimos a Katrina volar sobre nuestras cabezas durante unas horas angustiosas, apenas ya tormenta tropical, y ninguno de nosotros podremos olvidar la zozobra y la indefensión que una experiencia así te provoca. Al día siguiente, árboles caídos y postes derribados por doquier daban testimonio de la virulenta tormenta. No quiero ni pensar en lo que debieron sufrir aquellos que se tuvieron que quedar en Nueva Orleans...

Pues bien, el año pasado se nos ocurrió pasar las navidades en Nueva York, ciudad que ejerce en nosotros una atracción especial. Y a Nueva York nos fuimos, alquilando un apartamento en la ciudad de Hoboken, en la orilla opuesta del río Hudson y a pocos minutos del centro de Manhattan. Transcurrían allí felices nuestros días, entre visitas a museos y excursiones gastrónómicas bajo la nieve y los vientos gélidos de la ciudad en invierno, cuando un buen día ocurrió algo que muchos han calificado de milagroso: recordarás seguro, lector amigo, aquel avión que por unos malditos pajarracos se vio obligado a realizar un amerizaje de emergencia en el Hudson..., ¡casi al lado de nuestra puerta! Quiero pensar que el desenlace feliz de lo que pudo haber sido una terrible tragedia se debió a nuestra presencia benéfica en las inmediaciones..., aunque con los antecedentes que nos gastamos, la cosa parece doblemente milagrosa.

Pero no acaba aquí tampoco la cosa: resulta que hace poco pudimos por fin realizar aquel viaje frustrado a Nueva Orleans, donde pasamos unos días magníficos en el barrio francés, lugar de fiesta perpetua. Pues bien, no acababamos de regresar a Laredo cuando al maldito pozo se le ocurrió explotar y empezar a largar su flujo incesante de petroleo, que ya empieza a llegar a las playas de Luisiana y a la propia desembocadura del Mississippi. Y es que, cualquiera diría que somos cenizos. Mi familia y yo nos lo queremos tomar a risa, ¡qué remedio!, pero sabemos de buena tinta que el servicio de espionaje nos tiene un ojo echado, por lo que espero que nunca lean esta entrada del blog.

Y la última: antesdeayer domingo descargó aquí en Laredo una tormenta descomunal. Trombas de agua y aparato eléctrico que parecían anunciar el Juicio Final (Marita,  no quiero ponerme apocalíptico, pero es que de verdad tal parecía). Me encontraba yo solo en casa, pues mis hijos estaban en la de unos amigos, cuando reventó la tormenta. Trataba yo de concentrarme en lo que estaba escribiendo cuando me sobrecogió un estruendo descomunal. Y al alzar la vista pude ver  saltar millones de chispas mientras me alcanzaba un olor a cable quemado que me llegó a asustar. Y sí, querido lector, a pocos metros de mí en el jardín del vecino, acababa de caer un rayo con todas las de la ley, que se llevó por delante la luz del barrio entero al descargar en un transformador que hay en un poste que no se muy bien qué pinta ahí-.

Y esa fue la evidencia incontestable de que algo debo tener del verdadero cenizo.

!Tal sólo espero que el volcán islandés se apiade de mi y nos deje realizar el vuelo en paz, pues entre cenizas y cenizos anda el juego y debemos ser solidarios!

Ya te contaré.

miércoles, 12 de mayo de 2010

Ecología escatológica (con perdón)


Le robo a mi sueño unas horas para volver a este blog que para mí representa mi diario del exilio, yo que nunca he sido capaz de mantener un diario, y aunque los párpados se me cierren de puro sueño (ya te conté antesdeayer los trajines del final del semestre), no me resisto a regresar a esta página que sólo unos pocos fieles leéis.  Ya te he hablado del curso sobre Cormac McCarthy que acabo de terminar. La novela con la que hemos concluido el seminario ha sido La carretera, una historia harto simbólica que nos habla sin tapujos del futuro que nos aguarda, a nosotros o a nuestros hijos, si nos dejamos llevar por el conformismo consumista que tan cómodo nos resulta. En esa novela, McCarthy nos adentra de forma sobrecogedora en el mundo después de la gran hecatombe, un paisaje implacable de cenizas incompatible con la vida, aunque algunos humanos se empeñen en sobrevivir a toda costa, no dudando en practicar el canibalismo y la esclavitud, entre otras muchas aberraciones que revelan el grado de bestialismo en que hombres (y mujeres) podemos caer en la lucha desesperada por la supervivencia.


No llegamos a conocer la causa de tamaña devastación, lo que la hace la hace de algún modo más terrible. Y claro, uno quisiera pensar que se trata de una metáfora de talante ecológico con la que McCarthy nos quiere hacer reflexionar sobre los abusos sistemáticos a los que sometemos a nuestro planeta, pero que obviamente nunca va a pasar. Todos nosotros, no nos engañemos, participamos en ese juego de aniquilación, por muy conservacionistas que nos creamos. Reciclamos, sí, pero con ello nos consideramos autorizados a consumir sin medida. A veces hacemos incluso donaciones a Greenpeace, pero con ello calmamos nuestra mala conciencia y acto seguido nos lanzamos al centro comercial a hacerle sangre a la tarjeta de crédito. Y así podría continuar. Somos pues todos culpables de este desaguisado que estamos cometiendo con la tierra, sin pararnos a pensar en la herencia que les vamos a dejar a los que vengan detrás, una verdadera tierra baldía que el poeta T. S. Eliot ya alcanzó a profetizar al enfrentarse a los horrores de la primera guerra mundial.

Y la tierra parece rebelarse, como si padeciese una aerofagia descomunal que le obliga a expulsar gases y fluidos por sus esfínteres (perdón por lo escatológico de esta comparación). Uno piensa en el dichoso volcán islandés que no para de regurgitar esas cenizas que traen de cabeza a las líneas aéreas, y desde luego uno se alegra por las masivas emisiones tóxicas que los aviones dejan de echar a la atmósfera..., hasta que de repente caes en la cuenta de que dentro de pocos días tienes que volar a España y a lo mejor el dichoso volcán te hace la puñeta. Y ahí se acaba toda conciencia ecológica. Del mismo modo, observas con angustia la diarrea incontenible de ese pozo que no para de escupir y que en poco tiempo va a convertir las aguas del Caribe en un mar de petróleo, y te entran ganas de llorar, sobre todo cuando ves que la mancha se dirige inexorable a las costas de Luisiana (acaso para rematar la tarea que Katrina dejó sin completar). Pero al cabo, tu mente materialista te hace caer en la cuenta de que ese vertido puede provocar una subida incontrolable del precio de la gasolina y pones el grito en el cielo, pues nos es un líquido tan necesario como el agua que bebemos. Y es que resulta bastante lógico: si BP tiene que hacer frente a los incalculables gastos que va a acarrear la limpieza de las costas y las indemnizaciones millonarias que tendrá que pagar, tarde o temprano todas las petroleras se guardarán las espaldas ante posibles futuros estropicios aumentando los precios de los productos que comercializan. Es la ley del mercado.


Y así, lector amigo, me veo tan cómplice de este juego infame tanto como el que más. Ni uso la bicicleta, ni camino a mi puesto de trabajo, ni me ilumino con velas, ni me privo de una cerveza (enlatada, claro), ni estoy dispuesto a pedalear para que el avión se mueva, ni escatimo el agua para regar el césped (a pesar de que Laredo está a las puertas del desierto), ni cocino con leña, ni me visto con paños respetuosos con el medio ambiente, ni cultivo libres de pesticidas y abonos minerales los vegetales que me como, ni me privo del aire acondicionado (claro que aquí, con más de cuarenta grados de temperatura media de abril a noviembre, sería francamente locura), ni, en fin, dejo de escribir en mi ordenador (que también consume), entradas como ésta.

¡Y es que, realmente, soy un hipócrita!

domingo, 9 de mayo de 2010

Sobre el riesgo de las abuelas en tiempo de exámenes

Llevo algunos días sin regresar a este blog, ocupado por las mil tareas que el final del semestre me impone, pues aquí el curso acaba de terminar, ya lo comentaba el otro día, y apenas me queda tiempo libre para dedicarle a otra cosa que no sea la corrección de exámenes y las visitas de alumnos que en muchos casos no han asomado la nariz durante todo el semestre y ahora, sin embargo, parecen sentir una necesidad imperiosa de charlar conmigo. Circulaba estos días en mi departamento un artículo enjundioso de un eminente profesor de Connecticut donde se demuestra de forma fehaciente que los familiares, especialmente abuelos y abuelas, de los estudiantes universitarios corren grave riesgo de morir de forma repentina durante los años en que sus hijos/nietos tardan en acabar su carrera. De hecho, existen numerosas pruebas documentales que confirman que en muchos casos los susodichos abuelos, padres/madres también aunque en menor medida, han sido reportados muertos en al menos dos o más ocasiones, sobre todo en las fechas más cercanas a los éxamenes, con tendencia acusada a incrementar el porcentaje cuando estos exámenes son finales. Es el primer estudio solvente que demuestra lo pernicioso que puede ser para las familias enviar a sus hijos/hijas a estudiar una carrera.

Yo mismo he tenido casos similares, y he visto torrentes de lágrimas inundar mi humilde despacho mientras al tiempo se me pedía la ampliación del plazo para entregar un trabajo, o incluso para postergar la fecha del examen final. Y yo, pobre incauto, siempre tiendo a tragar. Claro que este estudio me ha abierto los ojos y a partir de ahora me dispongo a solicitar partida de defunción acompañando a cualquier solicitud que se me dirija. No trato con ello de hacer la puñeta a los alumnos, sino de preservar en lo posible la salud de los suyos. Se dice en los mentideros que hay familias enteras que no se atreven a asomar el hocico a la calle, por miedo a muerte repentina, hasta que los hijos/hijas que han enviado a la universidad no hayan conseguido el díchoso título. Y desde luego, tal como está la cosa, no es para menos. La evidencia es abrumadora y confirma que la universidad es un factor letal en la supervivencia de la especie humana, sobre todo de los familiares de segundo o tercer grado (parece que matar a un padre, a una madre o a un hermano o hermana tiende a ocurrir sobre todo en casos de exámenes fin de carrera, o de acceso a empleos remunerados). Y es que claro, tienes que ser un docente muy curtido y descorazonado para negarle al pobre estudiante el derecho al duelo por la pérdida de un ser tan querido, sobre todo en estos momentos que los finales producen una angustia añadida que puede conducirles vaya usted a saber a qué.

Y así, querido lector, transcurren ahora mis días, con el añadido de tener que escribir una conferencia de la que apenas tengo el título (eso sí, muy sugerente) y un par de párrafos introductorios. No pienses, pues, que he abandonado mi hábito de dirigirme a ti, y sólo espero poder contar con el tiempo para hablarte más de mi experiencia de exiliado voluntario.

Y el próximo tema será, desde luego, esa mancha de petróleo que como una plaga bíblica se va a cebar en lo poco que el huracán Katrina tuvo a bien respetar. Y por supuesto, también hablaré de Arizona, cuyo gobierno está consiguiendo despertar el sentimiento de clase en toda una comunidad racial que llevaba tanto tiempo aletargada.

Espero poder abordar, si los dioses y los estudiantes me lo permiten, todo eso mañana.

Buenas noches.

miércoles, 5 de mayo de 2010

Las barbas del vecino

Hablaba ayer de los griegos y hoy, para mi propio espanto, compruebo que el sainete de los ulises y polifemos se ha tornado en tragedia, griega para ser más exactos. Claro, tres muertos son muchos o pocos según uno los cuantifique frente a las víctimas de una guerra mundial o frente a las de una reyerta en una familia de bien. Un accidente de coche suele llevarse por delante a tantos o más sin que nadie se eche las manos a la cabeza, salvo los más allegados. Mientras los muertos sean otros, o de otros, la verdad es que a los demás nos importa un carajo. Parece ser, es más, que los muertos en Grecia eran empleados de un banco, y uno se queda pensando si no será la justicia poética la que ha intervenido en semejante escabechina. Por fin los bancos parecen recibir lo que de verdad se merecen: fuego y piedras. Tenemos un buen ejemplo con la entrada de Jesús en el templo para desbandar a mercaderes y usureros a golpe de látigo (si bien el mismo Jesús se comprometió a reconstuir el templo en tan sólo tres días, magnífico ejemplo de cómo el capitalismo es capaz de reinventarse a sí mismo, aunque ese es desde luego otro cuento). El caso es que de ayer a hoy son tres menos los griegos a compartir el botín que pronto el pueblo heleno arrebatará a los bárbaros germanos.

Pero parece extraño, y yo soy el primer culpable, que nadie nos preguntemos de dónde proviene ese tesoro que los alemanes sólo a regañadientes se disponen a compartir. Todos pensamos con buena fe que es el resultado lógico del trabajo honesto y del afán por ahorrar de todo el pueblo germánico. Y yo desde luego no tengo argumentos para contradecir tal aseveración. De hecho, mis amigos alemanes son todos hombres y mujeres rectos (aunque amigos, por qué no, de una buena juerga), que no conciben escaquearse en el trabajo, ni menos aún alegar una enfermedad repentina para tomarse un lunes o un viernes de fiesta. Calvino y Lutero caerían sobre ellos con toda su furia. Y, sin embargo, a mí se me hace extraño que nadie nunca antes haya puesto el grito en el cielo porque esos griegos vividores se estuvieran puliendo el presupuesto de toda la Unión Europea. Como tampoco nunca antes se escucharon más allá de melifluas advertencias a españoles y portus porque nuestro tren de vida fuera mucho más rápido que nuestra capacidad de ingresos. El secreto, pues que portus, españoles y griegos consumíamos productos de manufactura germánica y, además, finianciabamos nuestras deudas más o menos directamente con capital alemán. Ese, no lo olvidemos, fue el secreto nunca revelado de porqué la Europa del norte se avino a aceptar como socios a esos países del sur que, aunque europeos espurios, constituían un mercado cautivo donde vender lo que otros países cada vez adquirían menos. Así es el cuento: yo te presto para que compres lo que yo te vendo. Pero, ¡ay!, que no se te ocurra dejar de pagar religiosamente, pues no sólo te cierro el chorro del dinero, sino que además te embargo bienes e incluso personas. Nada importa que te hayas quedado en paro, o que la desgracia se haya cebado en ti y en los tuyos. Y si te presto más, que sepas que te va en ello tu honor y tu dignidad, además de lo mucho o lo poco que aún te pueda quedar...


Es como la triste historia del drogadicto: primero un trapichero con modales de amigo le vende a bajo precio, o incluso le regala, dosis de droga que poco a poco seducen al incauto hacia una adicción de la que después nunca podrá salir. Claro, la culpa exclusiva es del incauto incapaz de decir que no a esa seducción falsaria. Ninguna duda me cabe de ello. Pero el trapichero, tanto como el que produce la droga, no se ven libres tampoco. Cuando a un muerto de hambre le ofreces un trozo de pan a cambio de sus riquezas futuras, el hambriento no lo duda. Como tampoco duda un padre de familia en comprar una casa donde guarecer a su familia, aunque ello le condene a una hipoteca perpetua. Y así se escribe la historia.

Pero el motivo de esta entrada es otro: escuchaba el otro día al presidente del gobierno español unas declaraciones rotundas donde dejaba bien claro que Grecia no es España, ni nunca lo será. Nuestras cuentas están sanas, y nuestros ancianos y nuestros parados nada pesan en la factura estatal. Y nuestros funcionarios, dechados de profesionalidad, ya están taladrando un nuevo agujero en sus cinturones porque ellos están bien dispuestos a pagar los platos rotos. Y no hablemos de nuestros banqueros, que ya han diseñado estrategias para repartir sin duelo entre el pueblo llano los beneficios que, a pesar de la crisis, no les dejan de llegar. Y el empresario ya ha dicho que nunca más evadirá un céntimo y que hacienda somos todos, especialmente a la hora de conceder subvenciones. Y como el turismo está en auge, ahora que por estética los hosteleros han decidido retirar de la bandeja en que se sirve la factura el puñal trapero; y como la industria patria de panderetas experimenta un auge inusitado, ahora que todos los chinos han aprendido a hacer pedorretas a ritmo de villancico. Y porque, en fin, los toros y la sangría no han dejado de vender, pues la economía patria va a empezar a crecer y crecer..., para poder seguir comprando, qué se le va a hacer, más productos germanos (o chinos o americanos, lo mismo da).

Claro que las bolsas, esas entes maquiavélicas de la especulación, parecen haberle hecho un corte de mangas a nuestro ínclito presidente, y aun a toda la Unión Europea. Y el bochorno, dicho sea de paso, nos salpica a todos nosotros. Es como si los políticos hablarán en una jerga que en realidad dice lo contrario de lo que en apariencia expresa.

Y así se me ocurre que, cuando las barbas del vecino veas pelar, vayas poniendo las tuyas a remojar. Sobre todo si un político nos anuncia que eso nunca ocurrirá.Claro que, los muertos, siempre los suelen poner los mismos, y las víctimas de Grecia no eran propietarios del banco, sino simples asalariados.

¡Ni uno más!

martes, 4 de mayo de 2010

Fin de curso

Acabo hoy el curso sobre Cormac McCarthy al que hacía el otro día referencia en este blog y de repente siento la satisfacción de haber llevado a buen puerto, o eso espero, un curso que nunca antes había impartido sobre un escritor que no sólo continúa vivo, sino también escribiendo (ojalá que por muchos años, si bien el crítico literario que hay en mí prefiriera ver al buen paisano  ya jubilado de las letras, que no muerto, para así tener la certeza de que su obra está por fin completa, aunque mi yo lector sienta justo lo contrario). Pero junto a la satisfacción de la labor, mal que bien, cumplida, me invade también un sentimiento de nostalgia porque el grupo de estudiantes que felizmente coincidió en mi aula ya se dispersa. Es una sensación ambivalente que antes he tenido, pues es connatural al oficio del enseñante y yo llevo ya en ello una veintena larga de años, aunque me parezca ayer cuando empuñé por primera vez la tiza (instrumento pedagógico que, por cierto, parece haber caído en completo desuso). Creo que nunca te he revelado, lector, lo privilegiado que siempre me he sabido por poder dedicar mi vida laboral a la enseñanza de una materia que de verdad me apasiona, como es la literatura. Aunque también te confieso mis momentos de grandes dudas sobre la utilidad de lo que estoy haciendo; momentos en los que deseo haber llegado a ser médico para poder salvar la vida de aquellos niños y niñas que, impotente de mí, vi morir por circunstancias aciagas de un destino que no hace al caso revelar aquí. O haber sido siquiera bombero para rescatar a las víctimas de fuegos y terremotos. O acaso científico, para que mis descubrimientos pudiesen ayudar al bienestar de otros.

Pero no arrumbó por ahí mi vida, y de poco vale ahora lamentarse por lo que uno pudo llegar a ser y sin embargo no ha sido. Mi oficio, como te decía arriba, es el del humilde maestro que se empeña en instilar en sus alumnos el amor por unas letras que, bien pensado, parca aplicación práctica tienen en el mundo de ahí afuera, donde son los depredadores los que de verdad se aseguran el éxito y la supervivencia. Y sin embargo, veo ahora los rostros de esos estudiantes que día a día han ocupado el aula para compartir su experiencia como lectores de un escritor de verdad complejo: me vienen a la mente sus agudos comentarios sobre los textos que hemos ido leyendo y me doy cuenta, o así al menos quiero creerlo, que los alumnos que iniciaron hace unos meses el curso no son los mismos a los que hoy despedía. Algo, quizá sea sólo mi sueño, ha cambiado en ellos. Y quiero creer que, por lo menos algunos, han aprendido algo más sobre los insondables vericuetos por los que transita el alma humana y hayan comprendido así que el espíritu humano nunca es del todo malo, ni del todo bueno.

Cuando comienzas un curso, nunca sabes qué se encierra tras esas caras que circunspectas te observan desde los asientos. Y te lleva tiempo comprender que más allá de sus rasgos, cada uno de ellos encierra un universo al que, si tienes suerte, a veces accedes. Nada hay más gratificante, al menos para el que esto suscribe, que comprender cómo en ocasiones esos universos irrepetibles que se reúnen en tu aula experimentan un cambio en su geometría. Te voy a dar algunos ejemplos. Tengo dos alumnas que  han mostrado durante todo el curso una actitud en apariencia ausente, como si lo que allí habábamos no fuera con ellas. Y hoy, sin embargo, he sabido que, aficionadas ambas a los caballos (no olvides que estamos en Texas), llevan desde hace un tiempo dirigiéndose una a la otra durante sus paseos equinos con el nombre de personajes tomados de las novelas que hemos visto en nuestro seminario. Nunca pués olvidarán, de ello estoy bien seguro, las clases donde se acercaron a esos seres de ficción que ellas sin ningún complejo han incorparado a sus vidas, convirtiendolos en una especie de alter-egos. Puedo también contarte sobre otro estudiante que presentó el otro día en la exposición que los alumnos de arte realizan al final de su último año un cuadro titulado "Homenaje a Meridiano de sangre", novela con al que iniciabamos el seminario.

Y te daré aún otro ejemplo: tengo una alumna que, por circunstancias de la vida, ha sido madre con apenas diecinueve años. Y esta estudiante, hace unos pocos días, profería una emotiva arenga sobre lo triste que resulta ver a una madre abandonar a su hijo a una suerte tan incierta, a cambio de evitarse ella misma sufrimientos atroces, como ocurre en La carretera, la novela con que concluimos el curso. Y yo veía en la estudiante, no a una joven  ingenua que se ha visto madre antes de darse cuenta, sino a una persona muy sabia que de verdad entiende lo que la maternidad significa. Y me vi a mí mismo, perdido en el mundo de desesperanza cenicienta que recrea McCarthy en su novela, acompañando a mi Manuel en esa pugna despiadada por la supervivencia. Y mi corazón, como el de la misma alumna, se sintió desgarrado por la simple posibilidad de que tal cosa alguna vez ocurriera, a la vez que enardecido por saber que Manuel, a pesar de tantas atrocidades, siempre tendrá, así lo espero, un futuro ante él...

No sé, pues, cuánto habrán podido aprender mis alumnos de mí durante el curso que ahora concluye, pero bien sé que nunca olvidaré lo que yo he aprendido de ellos.